RELATO VERÍDICO
Con insólito asombro el título de este artículo no nos costó mucho análisis o tiempo elegirlo, lejos de alzar cejas o provocar reacciones de múltiples lectores de diversas edades, sencillamente porque lo que les compartiré es una verdad dura, real y sin maquillaje.
Para nadie, y parece ahora más que nunca, el tiempo debajo del Sol del ser humano le han hecho saber ese lapso de caducidad existencial, supusiera un rápido e inevitable plan forzado a ejecutar antes de arribar a ser adulto mayor o como le llamaron antes envejeciente o simplemente, anciano.
Esta apresurada necesidad del aquí y ahora y sin esfuerzo alguno, ha lanzado prácticamente una generación al ocaso, sin opción siquiera a opinar o reclamar su ganado derecho de ser, estar y ser cuidado.
Me embarga un alto índice de indignación recibir en la calle, en el cine, el parque, la heladería, el mercado o supermercado, en el carrito público, el taxi, autobús, motoncho, en un barco o avión, la reticente actitud hacia las personas en edad avanzada.
¿De dónde proviene esa conducta de asumir como que todos no llegaremos a una edad en donde necesitaremos de asistencia?
Cada generación queda marcada por los inexorables eventos sociales y políticos que nos dictan ciertos parámetros a seguir, usualmente sin consulta previa e irónica legislación alguna.
Se siente tal cual si fuésemos ciudadanos de aquella novela de 1967 de ciencia ficción escrita por William F. Nolan y George Clayton Johnson, llamada «Fuga en el Siglo XXIII» (que adaptaron al cine en 1976 y ésta inspiró una serie de TV de 14 capítulos en 1977), en donde una sociedad distópica (alegadamente ambientada en 2116), describe una sociedad formada exclusivamente por jóvenes de hasta 21 años, que deben entregarse al llegar a esa edad para ser dormidos en un sueño inducido.
Los que no se entregan son perseguidos por los Vigilantes, con permiso para matar a los fugitivos con un arma dotada de distintos tipos de proyectiles. El control de la edad se efectúa mediante una flor «colocada» en la mano de cada persona al nacer, y cambia de color hasta llegar al negro, que marca el momento de cumplir la edad máxima permitida.
La novela que fuertemente navegaba el auge del debate sobre el control de la natalidad y aparecían los primeros superordenadores, se nutrió de un concepto en que no se innova ni en productos ni en ideas (sólo se usan conocimientos, no hay investigación), muy liberal en el sexo y en el consumo de drogas (controlado este para no producir adicción) pero férreamente dirigido por una suerte de totalitarismo de una máquina, El Pensador, en la que se confiaba ciegamente, para asumir que lo mejor de la vida acontece en la juventud estaba condenado a fracasar por la superpoblación y el miedo de los «mayores» (adultos mayores llamados ahora) a los cambios.
Entonces, ahora con toda exposición de redes sociales con apetencias basadas en desesperados llamados de gente falta de afecto, necesidad de atención o «¡Hey! ¡Hazme caso! ¡Estoy aquí (y existo)!», en donde se percibe las alegadas preocupaciones por los asuntos del día y es de rigor revisar tus datos o consolarte con una selfie o dos
y publicarlos en búsqueda desesperada de «Likes».
Un mundo en donde puedes alimentar el debate mordiendo la mano que te da de comer, al momento de gozarte la
expresión de puro odio anónimo.
Mientras toda esa inerte parafernalia acontece el concepto de tiempo y espacio en mandado a una cajuela fortuita, la cual no es de interés explorarla o abrirla.
La preocupación por aquello de «no es tan fácil como era o tan diferente como podría ser», queda relegado a libros de texto o «cuentos de camino», que en ningún caso, leyeron o les interesó preguntar.
Abrumado ante la preocupante situación quise buscar respuesta lógica vía el pensar de que hay tantos mundos (en cada cabeza) y tantos soles y que tenemos un único mundo, pero en éste, vivimos de forma diferente. Pero, en cualquier caso, no hay excepción a no envejecer.
Entonces, ¿Por qué esta actitud hacia lo humanamente inevitable?.
El marcado o sistemático ejercicio de lucir joven, «cool» y moderno, es el estándar sin necesidad de valorar siquiera cómo se llegó allí y objetando citar a la abuela o el abuelo porque «están fuera de época» o «ya vivieron su tiempo», pero ese concepto no encierra a un ahora «adulto mayor», sino a todos aquellos más allá de cincuenta años.
Mirando en todos los extremos y preguntándome qué ha pasado, me resisto a orillarme tal cual un inservible objeto.
Consciente que existo, con propósito y convencido de que el mundo no sabe de dónde viene o hacia dónde va y que el hombre piensa y analiza, pero sigue su búsqueda de la verdad, continuo mi discurrir en la vida al momento de escuchar a un joven exclamar «¡Ese maldito viejo del diablo!», mientras esperaba el cambio de semáforo
La expresión despectiva era esclava del juvenil ímpetu de mi inconsciente crítico, que para mi asombro (y penoso episodio ocular), logré ver accidentado más adelante producto de su intolerancia existencial.
Bueno hermano, quienes no quieran llegar a viejo o adulto mayor (como se le llama ahora) debe prepararse para irse de este Mundo, en plena vida. Y no es un simple decir, pero llegar a viejo es una virtud a la que todos debieramos aspirar. A mi, mis años, no me pesan…